Bajar era someterme a la masa de agua pesada, que más que agua, parecía una montaña de arena. Comencé a bajar y enseguida me olvidé de respirar, ya no sabía cómo hacerlo debajo del agua y tuve que volver a subir para recobrar aire.

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  Una vez más, mientras descendía, la masa de agua se iba haciendo más y más densa sobre mis hombros. Al tocar el fondo cerré los ojos. Imaginé mariposas volando, no flotando, volando -livianas, independientes- .

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  Al voltearme para mirar la superficie, sentía nuevamente mi estómago estrujar y entonces volvía a cerrar los ojos imaginándome esas mariposas que siempre me tranquilizaron, especialmente cuando no podía dormir.

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  El silencio era uno coloreado de ondas sutiles. Escuchaba tan solo mi respiración. Ningún grito, ningún zumbido, ningún paso; mi respiración y el silencio marino.

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  Fue en ese baile por las profundidades del mar que reconocí lo diminuto de mi cuerpo

y de mi existencia.

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(Relato de una experiencia de buceo - México - Marzo, 2016)